Esa mañana me levanté temprano. Me apresuré en vestir y en tomar desayuno. Salí desaforada del interior de la casa, pero cuando empecé a pensar en algún rumbo no sabía a donde ir, ni porqué salí tan impulsivamente. Sólo era yo sobre el pavimento de las calles de Santiago. Mis pies daban pasos porque sí. Nada tenía sentido. Era una escena en blanco y negro, incluso lo blanco parecía gris. Una fría brisa golpeaba mi rostro, desordenaba mi cabello, me congelaba la nariz.
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Seguí avanzando por las veredas. Me sentía angustiada. Caminaba a paso ligero. Miré varias veces hacia atrás, sentía como si alguien o algo me persiguieran. Pero no había nadie ni nada.
A lo lejos percibí aquel onírico lugar. Ese que será el futuro de todo mortal
Sentí una mezcla entre angustia y alegría infantil, como una niña que llora durante horas para conseguir algo, que finalmente lo obtiene y logra sonreír.
Caminé por esos oscuros pasillos. A paso muerto hacía zig-zag entre los pilares. Sentía que las lágrimas me ahogaban, sin embargo, no lloré.
Comenzó a llover. Sentí un extraño impulso interior. Y grité, y lloré, reí, corrí, y salté. Caí, me levanté, sangré. Bajo la lluvia parecía poder liberarme de un gran dolor o de una gran alegría. Por primera vez, vomité mis emociones.
La lluvia cesó. Todo se volvió en calma. El silencio y la paz llegaron tan hirientes como siempre. Me sentí triste otra vez. Todo volvió a ser blanco, negro y a ratos gris. Alcé la mirada al cielo y entre las oscuras nubes. Descendía un columpio de verdes enredaderas.
Quedé boquiabierta. Mis ojos desorbitados. No sé en qué momento lo onírico y la realidad se mezclaron, pero el columpio avanzaba hacía mi, lentamente. Todo parecía real, pero no sabía si era cierto, o era mi subjetividad que me tenía desquiciada. Más aún, desde lejos, comencé a oír una orquesta sinfónica en el interior de mis oídos. Se sentían claras las hermosas melodías de violines, violas, chelos y contrabajos, a ratos melodías demasiado lentas que me hacían relajar, y a otros, tan fuerte como un gran terremoto, mientras lentamente seguía descendiendo el columpio de enredaderas.
Me erguí hacia las verdosas cuerdas que conectaban al cielo con la tierra. Me subí, tomé firme las enredaderas y me balanceé como quien lo hace en los columpios de una plaza. Mi corazón bombeaba más sangre de lo normal, podía sentir la adrenalina recorrer por mis venas.
Mi columpio comenzó a ascender, mis pies cada vez se alejaban más del pavimento y me acercaba más hacia el cielo. Desaparecí de la faz de la tierra entre nubes negras llenas de lluvia. No volví a ver la realidad. Me despedí solo con la mirada hacia las magnánimas estatuas que decoran El Cementerio General de Santiago, mientras los épicos sonidos de la orquesta sinfónica se enloquecían tocando para mí. Fue así como llegué a ese nuevo mundo, entre nubes negras y grises, llenas de lágrimas por derramar y para inundar las oscuras calles de Santiago, como en todos los inviernos.
Darkenia
Paz Oyarzún

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